Han pasado 17 años desde que una vergonzosa comisión impuso al Perú “su verdad”. Como no podía dejar de reconocer los crímenes del terror, sostuvo la idea que la lucha antiterrorista había sido un “lío entre dos bandos beligerantes”; por un lado los terroristas y por otro lado las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional. Para ellos, la población estuvo entre dos fuegos y solo los pobres y andinos sufrieron los embates de ambos actores.
Nada más falso. La guerra fue entre el terrorismo y el Perú que encargó a su Fuerza Armada y Policía Nacional la defensa de la Nación y su viabilidad como país, y ella se dio a lo largo y ancho de la patria.
Costa, sierra y selva fueron el escenario donde los terroristas llevaron a cabo su “guerra popular”; primero en las zonas rurales y luego la trasladaron “del campo a la ciudad”.
Sin embargo, muy a pesar de la entrega de nuestros uniformados, una democracia boba permitió primero el nacimiento y luego el crecimiento del terror. Primero fueron las tomas de tierras y minas, así como las huelgas de los 70. Ellas fueron el banco de pruebas de lo que vendría luego. A pesar de los primeros síntomas a fines de los 70, el gobierno militar no hizo nada. Luego vino el gobierno de Belaúnde que dijo que todo era un asunto de “abigeos”. A tiempo no se supo enfrentar con mano fuerte el fenómeno subversivo. El trabajo político permitió que Sendero Luminoso tuviera sus bases en muchas comunidades andinas, de donde enrolaron a los combatientes del “Ejército del Pueblo”. No era que la represión no tuviera sentido cuando se reprimió a algunas comunidades cómplices de los subversivos.
Los primeros líderes que cayeron abatidos –Edith Lagos, Jimmy Westoje, Edmundo Cox y otros- fueron reivindicados como “luchadores sociales” por la izquierda cómplice que ocupaba espacios en las instituciones del Estado como el Congreso e incluso en la jerarquía de la Iglesia Católica.
Hoy, más de30 años después, algunos “historiadores” quieren hacer aparecer la actuación de las Fuerzas Armadas y Policía como exageradas y como parte de una estrategia que atentaba contra los derechos humanos de los peruanos. Lo cierto es que fue una lucha dura contra un enemigo invisible. Muchas veces, el enemigo de los peruanos era un niño, una mujer o un anciano que estaba presto a accionar una carga de dinamita o para servir de apoyo en labores de inteligencia y logística en favor de Sendero Luminoso. ¿Acaso no nos acordaremos que quién daba el “tiro de gracia” era una mujer joven de apariencia inofensiva?
Para los intentos de olvido, recordemos que Lima no estuvo ajena al terror. En setiembre de 1981 ocurrió el primer apagón seguido de continuos ataques dinamiteros en toda la ciudad. No es que recién nos percatamos del fenómeno subversivo cuando ocurrió el atentado de Tarata en julio de 1992. ¿Nos habremos olvidado acaso los días sin energía eléctrica y agua así como la zozobra que significaba caminar en penumbras con el riesgo de ser víctima de la barbarie terrorista?
El Estado, por culpa de los gobiernos de los 80, permitió el avance de la subversión gracias a la inacción del Poder Judicial y el Ministerio Público, cuyos jueces y fiscales liberaban a los terroristas que eran capturados con tanto esfuerzo por la Policía. Los únicos juicios que tenían sentenciados eran los mal llamados “juicios populares” donde casi todos los que caían en manos de esos miserables eran asesinados por ser “enemigos del pueblo”. Así murieron profesores, jueces probos, empresarios, autoridades civiles y todos aquellos que se enfrentaron a la insania terrorista.
Ahora nos quieren hacer creer que a esas muertes se sumaron “desaparecidos”, “ejecutados extrajudicialmente” y “asesinados”. Como no puede ser de otra manera en la “historia” de los enemigos del Perú; unos “malos” se enfrentaron a otros “más malos”. Hasta los presos de las cárceles que se amotinaron y cuyos alzamientos fueron debelados conforme a ley, hoy aparecen como “víctimas de la represión”. Se tiene el cinismo de decir que eran internos “sin sentencia” y que conforme a la ley debieron ser considerados inocentes hasta que “la justicia los declarara culpables”. ¿Acaso no nos acordamos de que las cárceles eran consideradas “luminosas trincheras de combate” y estaban tomadas por los terroristas siendo la única ley imperante la que establecían los internos por terrorismo?
Decenas de defensores del Estado de Derecho fueron acribillados, muchas veces luego de sufrir vilmente crueles torturas. Y como la “lucha armada” tenía que ser financiada, se valieron de todos los delitos posibles como los “cupos revolucionarios” o los recursos provenientes de la protección a la producción de pasta básica de cocaína (PBC). Pobre de aquel que intentara resistir a los designios del “partido”. Cómo olvidar por ejemplo al empresario Antonio Rosales Durand vilmente asesinado en La Molina cuando dejó de pagar cupos o a cientos de peruanos pertenecientes a la comunidad Asháninca que vivieron muchos sometidos a la esclavitud por parte de SL.
Continuará (3 capítulos)
Publicado también en el Portal laabeja.pe
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