jueves, 4 de abril de 2019

CAMINO AL SUR: HACE 33 AÑOS

Vivíamos los terribles años 80s y viajé por primera vez por el Perú. Eran los años del terror y del desastre social; 1986.

Hice el clásico viaje por el sur del Perú pero en otras condiciones que los actuales turistas que visitan al Perú. Inicié la ruta dirigiéndome a Arequipa con un bus de la empresa Ormeño, con estancias en Paracas y Nasca. Al llegar tomé contacto con un compañero de la sucursal del banco donde trabajaba, Juan Carpio, que vivía en Cayma, alojándome en su casa gracias a una generosa invitación.

Aparte de caminar por sus señoriales casas y plazas y luego de visitar el Convento de Santa Catalina, fui caminando por el costado del río Chilina hasta el restaurante El  Labrador que entonces era uno de los mejores de la ciudad. También estuve en un bar con música en vivo llamado Romys frente a la Plaza San Francisco, donde pasé una bonita velada.
También fui al Colca gracias a una invitación de mi amigo Juan. Fue un full day de locura  pues gran parte del viaje me la pasé en una combi que hizo el recorrido en una carretera sin asfaltar. Eran los años de los viajes quizás “más auténticos”, sin tanta comodidad pero admirando un paisaje bello, como lo es hoy y lo será siempre.

Logré viajar en el tren nocturno rumbo a Puno con parada previa a las 6 am en Juliaca. Por cuestión de economía viajé en un vagón de segunda clase (sentado en un asiento de madera sin reclinar y sin calefacción). La incomodidad del viaje se compensó con un cielo increíble, lleno de estrellas. Nunca vi un cielo igual. Inolvidable.

Al llegar a Juliaca, pudimos bajar unos minutos para tomar algo caliente. Pedí un emoliente a un vendedor ambulante ubicado cerca al tren. El vaso súper caliente se enfrío en segundos. Estaríamos bajo cero centígrados seguro.

Puno en aquellos años no era el de hoy, con muy buenos hoteles. Me alojé en uno cercano a la Plaza de Armas. Fue un amor a primera vista con el Lago Titicaca, a mi entender uno de los tres más impresionantes lugares del Perú junto con Machu Picchu y la ciudad del Cusco.
Una noche regresando a mi hotel, transitando una avenida Lima casi vacía escuché música en un bar cercano. Ingresé pensando en pasar un buen momento en vez de irme temprano a la cama.  Gran decisión. Confraternizamos con gente de varios lugares del mundo tomando unos calientitos. De fondo sonaba la canción Escalera al Cielo de Led Zeppelin, que se convirtió desde ese día en una de mis favoritas.
El domingo de esa semana intenté ir a La Paz pero un cónsul boliviano irresponsable impidió seguir mi camino pues no fue a trabajar ese día y no pude conseguir el salvoconducto. Me quedé en Copacabana donde por azar del destino conocí a una guapa austriaca llamada Rosa Linde.

Proseguí mi camino hacia Cusco caleteando. A pesar de los problemas de seguridad logré convencer a un chofer de camión que me dejó en Sicuani y de ahí tomé un bus que iba rumbo a Cusco, haciendo una parada en el imponente Templo de Wiracocha.

Llegando a Cusco me esperaba mi hermano Roberto que en aquella época vivía en 7 Cuartones. Recorrí  la ciudad sin descanso y en la noche me volví asiduo del Kamikaze en la Plaza del Regocijo. Eran los años del  gran Hotel Cusco, el café Ayllu y el restaurante La Chola. Uno de los pocos lugares emblemáticos que aún quedan es el café Extra del finado Joselo; punto imperdible de la bohemia e intelectualidad cusqueña.

Y cómo tenía que ser a los dos días de estar en Cusco emprendí el viaje de mi vida. Machu Picchu me esperaba con sus imponentes construcciones de piedra. Recurrimos sus calles, subimos al Huayna Picchu y caminamos primero hasta el Puente Inca y luego hasta el Wiñay Huayna pasando de regreso a primera hora por el Inti Punku.
El pueblo de Aguas Calientes no era lo que es hoy sin embargo logré comer la mejor Sopa Criolla en Aiko, un restaurante de nombre japonés. Años después volví ahí y la sopa tenía el mismo sabor de hacía más de 25 años. En la noche fui a este restaurante y compartí un cassete de Santana lo que me valió una jarra de Cuba Libre como cortesía.

Con el tren fui luego a Quillabamba y al regreso me quedé en Ollantaytambo. Sabia decisión. Fui quizás de los pocos que nos quedábamos a dormir en ese pueblo inca. Lo hice en el Hostal Miranda, que quedaba en los altos de una panadería con horno a leña. Existía solamente  ese alojamiento  y otro “caro” de un chileno.

En la mañana siguiente subí hasta lo alto de la ciudadela y al bajar recuperé fuerzas con un enorme vaso de jugo de naranja. De ahí partimos a Pisac, Chincheros y Sacsahuamán en un recorrido en un auto de un amigo de mi hermano Roberto, que como dijimos vive en Cusco desde aquellos años

De regreso permanecí un par de días más en Cusco y emprendí un regreso de película vía terrestre. Tras más de 28 horas con mil y mil peripecias llegaba al Puente Primavera.


A pesar de todos los inconvenientes y ´problemas fue un viaje inolvidable¡

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